La importancia de la mirada de los padres

Replantearse la educación de los hijos se ha convertido en una realidad. Dejamos atrás las tradiciones y los arcaísmos para adentrarnos en la mirada de nuestros menores.

Todo el mundo sabe que ser padre hoy en día no es lo mismo que antaño. Sin ir más lejos, nuestros padres y abuelos vivieron una cultura que atesoraba a la masculinidad unos caracteres y facultades diferentes a los de las mujeres, quienes con facilidad mostraban sensibilidad, ternura, sostén y una mirada de reconocimiento y validación. Dichas cualidades deben ser incorporadas por el padre si no quieren quedarse obsoletos en los tiempos que corren. Sin embargo, el papel que desempeñan las mujeres en la sociedad actual ha cambiado hasta tal punto, en el que la crianza y educación han pasado a ser un problema de dos; tanto de hombres como de mujeres.
Estamos atravesando tiempos de muchos cambios donde la mayor parte de los padres de hoy en día arrastran una cultura emocional que no facilita en absoluto el propósito de mirar con la cercanía y respeto necesario.
La expresión de emociones, el acompañamiento en el dolor, el reconocimiento de una persona necesitada, etc. no era terreno propio de la masculinidad. Y si además partimos de la premisa de que nuestro único referente y manual para ser padres es nuestra propia experiencia como hijos, hoy más que nunca, los padres debemos reinventarnos.
Aun gozando de esos prerrequisitos necesarios para ejercer la paternidad, es importante preguntarnos cómo miramos a nuestros hijos y cuál es nuestra narrativa al hablar de ellos. Todo ello está marcado por la cultura que nos rodea, pero también por la educación y cuidados que recibimos siendo niños. Con tanto cambio cultural, si no miramos hacia adentro y reconocemos nuestras carencias, no miraremos a nuestros hijos con el reconocimiento que se merecen: como seres únicos y diferentes.
Carencias que, de no ser reconocidas, serán trasmitidas con mayor descompensación a nuestros hijos, puesto que la realidad que nos acontece es muy diferente a la que nos tocó vivir y les tocó vivir a nuestros antepasados. Y es que no somos solo genética, sino el conjunto de experiencias y aprendizajes que en los primeros años de vida permiten el nacimiento psicológi-
co y la estructuración de la base de nuestra personalidad. Por ello deben ser mirados, mimados y cuidados. Y esa mirada tierna debe empapar cada límite y norma que se le ponga en su desarrollo, guiando con firmeza y ternura su sentir hacia la vida en sociedad, donde los otros también tienen deseos y necesidades propias.
Es así como se vive el drama, al descubrir la angustia que se produce rompiendo esa dependencia absoluta que se tiene con una madre y un padre en aras de ir ganando autonomía. Padres que no siempre mirarán con absoluta devoción y concesión, siendo ello el primer gran límite de aceptación y para lo cual la calma debe impregnar toda interacción con el niño. Es decir, que la norma no sea para él una amenaza de la posible retirada de cariño.
De ese modo, el diálogo con un niño no es de igual a igual, ya que ellos solo entienden de sensaciones y emociones muy intensas. Saben de juego, pinturas y todo lo que le rodea, pero no entienden de razón y lógica. Sienten asombro ante todas las cosas nuevas. Conocen el miedo, tan intenso como la peor de nuestras angustias. Y saben llorar, hasta que el acompañamiento permita la calma necesaria. Así, en este dialogo desigual, el adulto debe saber acompañarle en el descubrirse y descubrir el mundo físico y social que le rodea, siendo sensibles a su ritmo en el caminar hacia su autonomía.
Si en todo este proceso que tantos años dura, esa mirada tierna de un padre no tiene tiempo o energía para conectar con todo ello, surgen desencuentros. Y con la sistematicidad de estos desencuentros, aparecen los síntomas que avisan de que algo no termina de encajar. Nos encontraremos a niños y niñas con hiperactividad, problemas de conducta y agresividad, fracaso escolar, desregulación emocional, consumo de drogas, falta de comunicación, autolesiones, falta de vitalidad y depresiones, sentimientos de vacío, baja autoestima, etc. Todo ello fruto de una sola herida emocional: la falta de una mirada de reconocimiento y validación de la existencia del otro. Un otro con caminar pausado y necesitado de juego, calma, acompañamiento y asombro ante sus nuevos descubrimientos y destrezas.

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